Resumen de “El Mosaiquito Verde”.
(Gustavo Díaz, Solís)
Tarde gris de octubre. Ráfagas de aire frío arrastran por las calles papeles y hojas amarillas, haciendo un ruido menudo y seco que va rasguñando el pavimento. Raudo corre el viento arremolinado el polvo. Tarde gris de octubre.
Calle abajo patinaba Enrique. Ruidos subterráneos parecían despertar a su paso. Patinaba despacio. La ausencia de preocupaciones reflejadas en su rostro que ya comenzaba a perder las suaves redondeses de la niñez. Revuelto el pelo ensortijado, firmes las piernas, toscas las manos de colegial, duro el cuerpo por el pelear frecuente.
Era octubre y significaba poco estudiar. ¡Los exámenes estaban tan lejos! Y ya eran recuerdos los sustos de julio. Aquellos exámenes no habían sido tan difíciles como dijo serian el bachiller Monzón. Ahora era octubre. Mes sin libros. Mes de viento frío.
Enrique paró en la esquina. Frente a él la plaza. Buscó a sus compañeros de juego. Pero ninguno estaba allí. Volteó la cara con un gesto de fastidio hacia la calle que aparecía a su izquierda y tornó a patinar. Ya no hacia esfuerzos por patinar.
De pronto pasó frente a una casa verdosa situada casi al llegar a la otra esquina y notó que en una de las ventanas una muchacha leía un libro. ¿Quién era aquella muchacha? El no recordaba haberla visto antes. Quizás era nueva en el barrio. Pero la verdad era que le había gustado. ¡Por fin le gustaba una muchacha! ¿Que era eso de tener una muchacha? Recordaba que casi todos los internos en el colegio tenían en sus cuartos retratos de mujeres. Y ellos decían: “Es mi muchacha”
Ya era noche. Tendría que irse. A su padre no le gustaba que él llegara cuando ya estaban sentados en la mesa.
Los amigos siempre decían cuando les gustaba una muchacha: “Me le voy a parar en la ventana”. ¿Pero, qué diría él si se paraba en la ventana?
Tornó a patinar. Sentía un frío extraño y grasiento en las manos. Dentro del pecho el corazón le rebotaba como una pelota de goma.
Ya estaba frente a la ventana. La niña tan sorprendida por tan inesperado visitante. Apartó de los balaustres. Pero Enrique la atajó: _ Señorita, este, ¿usted no sabe, por casualidad, donde vive la familia Rodríguez?...
La niña contrajo las cejas fingiendo interés.
La situación era realmente angustiosa. Enrique pudo notar que ya la niña parecía impacientarse. No encontraba que decir. Pensamientos cruzaban por su mente y él los iba atrapando sin atreverse a expresarlos.
Pero ya él estaba allí y había que continuar. Además ya su corazón no rebotaba como una pelota de goma y las manos las tenia tibias.
A todas estas la muchacha le miraba y remiraba pareciendo encontrar placer en ellos. Enrique se presento ante la muchacha y esta comenzó a interesarse por el muchacho audaz, de pelo revuelto y ojos llenos de picardía.
De pronto de la casa llegó una voz:
_ ¡Luisa! ¡Luisita! ¡Salte de esa ventana que ya es tarde! _ ¡Ay! ¡Mi mamá! _exclamó nerviosamente la muchacha haciendo un pícaro mohín y preparándose a entrar. ¡Qué sabroso era patinar así, después de tanta aventura! La noche aparecía inmensa sobre él. Cuando llegó a la esquina paró y volteó la vista hacia atrás. Buscando los ojos de Luisa. Apenas se alcanzaba ver una sombra en la ventana. Y creyó ver los ojos de ella también buscándolo.
Las tardes para Enrique tenían un encanto en particular. Eran una angustia las horas en el colegio. Apenas oía las explicaciones del bachiller Monzón sin atender a ellas.
Más difícil era comunicarse con Luisa. Su padre vigilaba, ayudado por el hermano de ella. Enrique charlaba con Luisa en la ventana, ya comenzaba a gustarle enamorar a oscuras, se sentía seguro de los guardianes y era mayor el placer siendo menos palabras.
De repente por un momento al azar golpeó un mosaiquito verde de los que adoraban la ventana. Fue una gran sorpresa para ambos al ver el mosaiquito mal ensamblado.
Enrique como consecuencia de la natural curiosidad empezó a detallar el mosaiquito. Y se le ocurrió usar el mosaiquito como buzón donde depositaran sus notas amorosas. A Luisa le pareció magnifica la idea, ya podrían hablar siempre y evitar que su padre lo supiera. Desde aquella tarde el mosaiquito verde ocupó cierta importancia en el pensamiento de ambos. Ya que no era un simple mosaiquito que enlosaba la ventana. Era algo así como un confidente. Un cómplice de su romance.
Cuando o era posible ver a Luisa. Enrique se acercaba hasta la ventana y tomaba el mosaiquito verde, lo oprimía por un extremo y con la otra mano retiraba el papelito doblado. No era Enrique solamente quién gustaba de Luisa en el barrio. En la misma calle, en una casona de cuatro ventanas. Y marquesina barroca de cristales coloreados, vivía la familia Soto, cuyo jefe, Don Eduardo Soto, tenía un hijo. Ernesto quién gozaba del apoyo y la amistad del hermano de Luisa. Esto significaba para Enrique un grave peligro ya que Ernesto podía entrar a la casa de Luisa. Ya que los interesados d los padres de Luisa le agradaba el patiquín, empezaban a planear el futuro de Luisa y el de la familia.
La amistad de Ernesto y el hermano de Luisa se estrechaban más. Y con ello aumentaba la inquietud de Enrique. Una tarde se encontraba Enrique parado en la ventana charlando con Luisa, y era tal la atracción de ambos que no observaron a Ernesto y al hosco hermano quienes veían por la misma acera de la casa.
Cuando Enrique pudo verlos ya estaban a pocos pasos de él. Luisa al darse cuenta también pidió nerviosa a Enrique que se fuera. Enrique se retiro de la ventana y empezó a caminar despreocupado. Cuando de pronto lo ataja el hermano de Luisa y comienza a insultarlo y amenazarlo de darle una paliza si seguía enamorando a su hermana. La rabia le subía poco a poco por las venas a Enrique. Pero no tubo fuerzas para responderle. A todas estas el patiquín quién estaba callado sintió bríos por la retirada de Enrique y tomo la ofensiva. Ernesto asegurando los anteojos empezó a bailotear delante de Enrique buscando pelea. Chocaron violentamente. Se daban golpes con fuerza.
La algarabía de la pelea había reunido algunos transeúntes que procedieron a desapartarlos. Se pasaron las manos por la cara para constatar si había sangre, se alejaron en direcciones opuestas. Los transeúntes quedaron comentando el suceso.
Ernesto no toleraba el haber sido golpeado por Enrique. La idea de vengarse se había convertido en una verdadera obsesión. Pero no pensaba en vengarse con sus propias manos. En una casa, hacia oficios de repartidor a domicilio, y Ernesto pensó en él para realizar su venganza.
Cierto día por la tarde, mientras Enrique distraído en sus tardes amorosas, pasó por la acera el repartidor. Llevaba una caja en un hombro cargada de potes y paquetes. Al pasar frente a la ventana comenzó a provocar a Enrique. Al mirar al buscapleitos, quién había seguido su camino. Luisa fingiendo no haber oído nada.
Pero Enrique sabía lo que eran aquellas palabras. Ya que conocía la fama del repartidor y sabia que pasaría de nuevo para lo inesperado.
Enrique volteaba a cada rato a ver si venia el repartidor, era tanto su inquietud que Luisa pensó que estaba nervioso y le preguntó que era lo que le pasaba.
Las últimas palabras de Luisa empezaron a irritar a Enrique y terminaron por darle ánimos de pelear. De pronto alcanzó a ver el guapo que venia hacía él. Caminaba a trancos, balanceando el cuerpo. Silbando estrepitosamente. Empezó de nuevo con sus provocaciones y Enrique comprendió que no le quedaba otro recurso sino pelear. Acercándose al provocador con más miedo que cautela. El otro, en cosas de segundos lo molió a golpes. Y no satisfecho con darle bastante le cayó a mordiscos y patadas, de tal forma que el pobre Enrique tuvo que huir, con la ropa deshecha y todo el cuerpo magullado.
Enrique no atinaba a pesar. Después de aquel terrible desastre, ya se sentía definitivamente perdido. Pero todavía conservaba esperanzas y pensó que podría arreglarse la situación. Al día siguiente después de la pelea se llegó a la ventana para ver si había algún mensaje de consuelo. Tomó el mosaiquito verde y solo pudo encontrar en el polvillo arenoso.
Colocó desconsolado el mosaiquito verde, como una pequeña losa sobre su pequeño y difunto amor, y se alejo despacio.
Carreño, Christian. CI 20346839
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